Nietzsche, la lesbiana y el transgénero

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Preguntas de opinión

PARTE 1: QUÉ DICE EL FILÓSOFO

Nietzsche tiene una manera peculiar de concebir el lenguaje. ¿En qué consiste? ¿Por qué se hace referencia constantemente a unas tijeras para referir a la acción del lenguaje y las palabras? ¿En qué sentido se relaciona la críticade Nietzsche al lenguaje con las otras dos grandes críticas nietzscheanas a los “inventos humanos”?

PARTE 2: QUÉ DICES TÚ

Es tu turno. “El lenguaje no puede representar la realidad”. ¿Estás de acuerdo con esta afirmación? ¿De qué manera la relacionarías con el título del texto?

¡Ojo! Reflexiona antes de escribir. Justifica con argumentos sólidos y claros todas tus afirmaciones.

Texto

Empiezo por el final. Ya llegaré más tarde a Nietzsche.

Hace ya unos años empecé a interesarme por la filosofía de Paul B. Preciado, por aquel entonces aún Beatriz Preciado.

Inspirada entre otros en Foucault y referente española por su contribución a la Teoría Queer, Preciado afirma (como también lo hace Judith Butler) que la categoría de “género” se inventa para reducir la multiplicidad de los cuerpos – de las vivencias, de las personas de carne y hueso unamunianas – al binarismo de lo masculino y lo femenino.

Lo curioso es que esas categorías que construimos no se contentan con procurar una clasificación para las cosas del mundo (esto sería, si se quiere, un laxo intento descriptivo algo más lícito), la acción performativa de estas categorías se manifiesta en el momento en que trascienden la mera descripción y se instalan en el ámbito de lo normativo: se tiene que(se debe) ser de uno de los dos géneros, masculino o femenino, con esa “o” exclusiva. Tirando de falacia naturalista, las medias tintas no existen pues no hay categoría que las contenga.

Así, los cuerpos sentidos ni como lo uno, ni como lo otro, permanecen invisibles al proceso de categorización, excluidos, olvidados, fuera de la norma. Estigmatizados.

Y esto, queridos queridas, lo hemos hecho sólo con el lenguaje.

Hace unos días me topaba con una noticia inédita que parece – intenta – romper con el estigma: Australia ya reconoce a las personas de género sexual neutro. 

Y es que por escandaloso que sonara hace unos años – y aún ahora- escuchar a Paul B. Preciado proferir que lo masculino y lo femenino no existen y que no es una información relevante que deba constar en el DNI, esta afirmación suya supone ya un acto performativo que precipita hacia la apertura: en Australia hoy ya no es necesario ser categorizado como hombre o mujer en el registro oficial de nacimiento.

Y aunque al fin y al cabo, un género neutro no es más que otra categoría en la que insertar nuevas subjetividades – lo que no encaja dentro de lo masculino y femenino, metámoslo ahí – lo cierto es que es una mirada crítica que quiere disolver el oxidado esquema del binarismo.

Pero aún encuentro otro bonito ejemplo de la resistencia a la tiranía del lenguaje. Me tropiezo alegremente con él leyendo el blog de Eugenio Sánchez Bravo, que contiene una imagen de una de las obras de Maurizio Cattelan.

Investigando, se me inundan la garganta y el estómago de luz cuando leo que Maurizio, por no querer quedar preso de las categorías palabreriles 1,  decide no poner título a ninguna de sus obras. Afirma el artista en una entrevista  que: 

las palabras pueden ser terriblemente peligrosas, pues parecen ser tan definitivas y permanentes como lápidas. Esto quizás pueda explicar por qué mis trabajos siempre son «sin título”.

Maurizio también se da cuenta entonces de que el lenguaje categoriza y olvida – en su naturaleza reduccionista – la diversidad de lo real.

Y así, en los actos de Preciado y de Maurizio, (el uno por cambiarse el nombre de Beatriz a Paul y el otro por negarse a titular sus obras) encuentro con cálido alborozo trazas de Nietzsche. Y lo encuentro aún en personas que ni saben que son nietzscheanas, como dicen que se encuentran trazas de cáscaras de frutos secos en algunas comidas envasadas.

Estoy hablando todo el rato del lenguaje como el enemigo que nos oprime – que nos mutila – sin haberlo explicado.

Todo esto es porque Nietzsche afirma que el lenguaje no describe la realidad. Al filósofo, que tanto se le adora – o se le odia, o más interesante aún ¡se le teme! – por su genealogía de la moral, no se le requiere tanto por su discurso sobre el lenguaje.

Un discurso que denuncia las tijeras palabreriles del lenguaje, por pretender encerrar en una palabra, la diversidad desbordada, incontenible y afilada, de la realidad.

Si toda palabra excluye, si toda categoría por definición separa lo que contiene de lo que no, ¿dónde queda lo excluido? Mora en el olvido, en el mundo de lo invisible (el de Lucía Extebarría, no el platónico), en el de las personas sin carne ni hueso porque no son ni masculinas ni femeninas, ni hombres ni mujeres, ni lo uno ni lo otro.

Para nosotros, que vivimos encapsulados y enamorados del cuidado proceso de fabricación de palabras, el lenguaje guarda costura con la realidad.

Nos encanta someternos a la dictadura performativa de la palabra y del concepto: una palabra que configura – no describe – el mundo.

Y aunque Nietzsche nos advierta de que el lenguaje no alcanza nunca a describirlo, aunque señale que el mundo siempre desborda las palabras por ser más rico, nosotros seguimos adictos a los conceptos que nos sirven de prozac.

Es algo así como un amor platónico y codependiente a las categorías petrificadas que hemos construido. Como si adoráramos el sarro que nos corroe los dientes por el mero hecho de haberlo creado nosotros mismos.

Avanzamos con sigilo- con silencio ignorante e ignorado – hacia la violencia performativa de un lenguaje cojo. Un lenguaje que mutila la realidad con sus tijeras palabreriles. ¿Y si no se siente, aquel cuerpo, hombre? ¿Y si no se vive aquel como mujer? ¿Y si no se está conforme con el sistema sexo-género? ¿Dentro de qué categoría acomodamos al transgénero? ¿Y a la lesbiana que no siente serlo? ¿Y el cisgénero? ¿Todo dentro de lo…. no –normativo? De lo que no es norma, claro.

Cómo me gustaría despertar a Nietzsche, tomarme un café con él, con una lesbiana, con un transgénero. Escuchar, escuchar. Observar sus pupilas profundas e inquietas, seguramente heladas y heridas ante el ejercicio de exclusión al que los sometemos, probablemente encendidas ante la voluntad de poder de los que se atreven a pequeñas acciones que subvierten los mecanismos de poder del lenguaje ciego.

La discriminación brota de la necesidad mediocre y apremiante que tenemos de utilizar el lenguaje para encapsular de un modo higiénico el modo en que interpretamos el mundo. Un proceder quirúrgico, que extirpe lo que sobra. Un mundo bonito y quieto, tranquilo, callado, estático. Nos encanta que sea así, predecible, como a Platón le gustaba. Una realidad ordenada, encapsulada. Un género dividido en dos, que más son multitud.

Ojo, porque este lenguaje que actúa como una gran tijera que recorta los pedazos de realidad que no atina a contener, es al mismo tiempo una herramienta potente y subversiva de cambio. Y es que lenguaje y acciones son performativos en el sentido en que nosotros queramos orientarlos, como ya han advertido Preciado, Maurizio o Butler.

Matar a Dios es condición necesaria en Nietzsche para crear valores nuevos. Romper con el binarismo del sistema sexo-género, o de otras categorías construidas, es condición necesaria para liberar la multiplicidad de una realidad que ahora está presa, para permitir un espacio de no exclusión.

Un espacio donde no sea necesario explicitar que la lesbiana, el trasgénero, el cisgénero “tienen cabida”. Porque “la cabida” tiene lugar en un sistema franqueado por límites, justo los que estamos intentando disolver.

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